ANTÍDOTO.

ANTÍDOTO
Por María José Orellana Ríos

                                                                  I


El hombre que hiperventila atrincherado en el laboratorio, se sorprende a sí mismo encomendándose a cualquier entidad incorpórea y superior. Casi descreyendo y renegando de su, hasta ahora, único culto confeso: lo empírico. Las luces de emergencia del edificio aún soportan el asedio. Se cuelan por el cristal de seguridad de la puerta, tiñéndole el rostro de enfermedad. Su cuerpo ya ha sido devorado por los nervios y la inanición: quedará poca cosa para el festín de sus invasores. De hecho, como ya se les parece tanto, le divierte la idea de que pudieran confundirlo con uno de ellos. Una carcajada histérica sacude su esqueleto. Hasta que le llega el sonido de la destrucción ascendiendo por la planta inmediatamente inferior. Arrasando con todo a su paso, van a su encuentro. 


Lleno de impotencia, rompe a llorar como un niño. Se fustiga pensando que debería haber huido con los otros, con quienes, en qué mala hora, había empatizado y encajado. Por una vez, había recibido respeto fuera de la comunidad científica, al final de una vida llena de rechazo. Sus rarezas, intelectuales y físicas, le habían aislado. Detestaba al hombre y todo su producto, salvo la ciencia y el arte. A estas alturas, cuando se había convencido de que las personas eran basura y no le importaban lo más mínimo, que ya solamente le interesaban y despertaban sentimientos los animales. Convencido de que la emoción se limitaba a la química y a la música. Y a las páginas inertes de revistas de desnudos femeninos apiladas en su cuarto de baño.

Un pequeño grupo de personas le había enternecido lo suficiente como para encerrarse en un laboratorio a buscar, por voluntad propia, un milagro. Carecía de sentido jugar a ser el héroe salvador de una humanidad a la que, a su vez, maldecía. Y más absurdo era quedarse a las puertas del cobijo, tras un largo viaje al borde de la extenuación. El asentamiento de la resistencia era la única esperanza y la había dejado escapar. No puede siquiera autoengañarse con que lo hizo por la ciencia o por su propio ego. Nadie va a darle el Nobel: todo el mundo estará muerto.
Semanas después de haberse jactado de que, con esta epidemia, la humanidad por fin obtenía su merecido, fue a sufrir esta inoportuna reconciliación con su propia especie, anteponiendo la sensiblería al instinto de supervivencia. Una total pérdida de la racionalidad. Una estupidez absoluta.

Cuando los muertos vivientes destrozan la puerta de su fútil refugio, casi agradece el desenlace del cautiverio. Están a unos cien metros de él, al fondo del pasillo. Ni le apetece levantarse. Él solito se ha condenado a esta sentencia a muerte. Abraza la selección natural de las especies. Hasta le reconforta que, al menos, se cumpla esta ley lógica entre tanto caos. En esta locura en la que los muertos se levantan y él se las ha visto y deseado para encontrar cura contra la resurrección.

Le queda una sola bala. Y la jeringuilla. La única dosis del fin de la pandemia, está a punto de desaparecer con él. Todos sus esfuerzos convertidos en futilidad. Eso es lo que más rabia le da. A no ser que...

Como impulsado por una descarga eléctrica, su cuerpo de marioneta se levanta. Con un gruñido que anuncia una más que probable hernia, vuelca patéticamente un par de mesas a modo de barricada efímera entre los depredadores y su jugoso cerebro. Eso debería darle algo de margen. Revuelve frenéticamente entre los cajones, buscando algo con lo que escribir. Encuentra un rotulador permanente. Sujeta la jeringuilla entre los dientes, aferrándose a la pistola. La aprieta con tal desesperación que apenas siente circular sangre en sus dedos, helados y sudorosos. Mientras tanto, su mano izquierda se abalanza a escribir sobre el cristal de seguridad, que de inmediato queda cubierto de nomenclaturas y concisas y claras anotaciones explicativas.

Ya está, lo ha logrado. Por lo menos hay una posibilidad de que la fórmula pase a la posteridad. Sin quererlo, se acaba de convertir en el antagonista del primigenio Dr Frankenstein, aquél que aún no sabía a lo que estaba jugando. Mary Shelley se habría sentido orgullosa del enjuto e inseguro doctor anónimo, dispuesto a morir como un héroe despojado de masa muscular.
Por primera vez en su vida, se siente en paz. Deja caer el rotulador y recupera la jeringuilla de entre sus dientes. En un gesto algo infantil, la limpia de saliva en el borde de su bata. Y la empuña para la guerra. Justo a tiempo.

De pronto, una mano ensangrentada aprisiona su garganta con la fuerza de un titán. Del respingo, se le ha caído la pistola y sus ojos están atrapados por las retinas acuosas de su estrangulador. El atacante es su antítesis en todos los sentidos. En algún momento, debió ser un joven fornido de unos 35 años. Su misma edad. Uno de ésos que reúnen todo aquello que no pudo tener: cuerpo de vigilante de discoteca balcánico, un paquetón incomodador para otros hombres heterosexuales y algo homófobos y, seguramente, en su otra vida, bellezones a sus pies. Pero también es un compendio de todo aquéllo que siempre le ha repugnado: corte de pelo de corista de vocales en estadios de fútbol, falso diamante en la oreja. El típico marchitador de barbies de barrio. Para colmo, lleva un polo bastante raído, en el que aún se aprecia un escudo que huele a libros amontonados en una pira de fuego, tradición familiar rancia y suspenso en historia. Es un infectado reciente, ya que apenas le empiezan a asomar las tripas por un profundo arañazo.

En otras circunstancias, casi desearía haber fracasado en su fórmula antes que desperdiciar un bien tan preciado en semejante personaje. Pero tiene menesteres más urgentes en los que preocuparse, como encontrar algo de oxígeno entre los dedos que le estrangulan. Afortunadamente, se da cuenta de que al superhombre le faltan algunas de las falanges más importantes para concluir con su asfixia eficientemente y eso le envalentona. El rotulador rueda por las baldosas.

El hombre que un rato antes lloraba en el suelo, el que acaba de dejar instrucciones para la esperanza en una improvisada pizarra, aprovecha el subidón de adrenalina que preludia a la muerte aceptada. Abrazada. Como si se tratase de los residuos de un vikingo que se arroja a la pira hacia el Valhalla, de pronto, se lanza al ataque. Apuñala a su archienemigo en el pecho con la jeringuilla. Como John Travolta a Uma Thurman. Pero ya sin miedo. Más bien con frenesí. El ímpetu es tal que el cadáver animado afloja su agarre impreciso y cae de culo, sentado. Y en su torso queda clavada la inyección, ya vacía. El doctor en químicas sabe que no va a haber reacción inmediata, pero sabe que funcionará. Funciona, sin duda alguna.

El primer mordisco le devuelve a su estado natural de ciudadano de a pie, de simple civil, compuesto de frágil piel y huesos, sin poderes heroicos. Vuelve a la vida real, a la noción de no estar a solas con el G.I.Joe. Corre a recuperar la pistola, pero sin oportunidad de agacharse a cogerla, ya que otro de esos seres se deja caer encima suyo y el peso de ambos le aplasta el pecho contra el arma. Lo tiene montado sobre la espalda, arañándole compulsivamente, como si escarbara en busca del tesoro enterrado de sus órganos. Le inquieta no poder ver a su atacante, tan sólo sentirlo. Notar el gotear de a saber cuál de sus repugnantes fluidos en la nuca, probablemente infectándole ya a través de los poros.

El hombre que ha aceptado morir, extrañamente, sigue luchando. Sacude sus caderas como el caballo enajenado de un rodeo que intenta proyectar a su jinete. Éste le inunda la cabeza de dolor con cada golpe, arañazo e intentos de adentrarse en su cráneo. Por fin muerde en blando.
Un insoportable y repentino dolor enfrenta al aguerrido científico con la presencia de su oreja en el suelo. Fuera de sí, consigue rodar entre las piernas del monstruo, volcándolo mientras se entretiene relamiéndose la sangre de los labios. Arrastrándolo con él al suelo, y quedan tumbados cara a cara, ambos sobre un lado. Ruedan en el forcejeo de unos amantes tóxicos y apasionados. La pistola ha quedado a su espalda. Cardíaco, consigue estirar hacia atrás un brazo lo máximo posible para recuperarla. Palpa enloquecidamente. Cristales, su oreja, el calor pegajoso de su propia sangre.

No puede parar de gritar. Sus alaridos se solapan con los últimos coletazos de las luces de seguridad, que se abandonan a la muerte con el resto de lo creado por el ser humano. Se sume en la más completa oscuridad la última batalla. Se protege de las dentelladas como puede con la mano libre. Siente dedos que súbitamente ya no tiene. Y los cánticos llorosos de la agonía retumban y lo golpean todo. Como si su voz fuera una bala acertando latas en un tenderete de feria. Y así, a oscuras y a tientas, sujeta rápidamente la cabeza de su mordedor contra una sien, se apoya la boca de la pistola en la otra, y libera dos almas por el precio de una. Junto con infinidad de pedacitos de sesos.

Van llegando nuevos comensales. Se vuelcan contra los restos de ambos púgiles. Una carótida aún caliente es desgarrada. Y esa fuente de chorros intermitentes va cubriendo, paulatinamente, fórmulas y anotaciones con una espesa cortina de sangre.


                                                                    II



 La turba abandona el hospital universitario, sembrado de cadáveres que, tarde o temprano, saltan en pie como por arte de resorte y se incorporan a las filas de la putrefacción y el rastreo eterno.
 Algunos, los mas sabios, se las apañaron para ponerle fin a todo esto a tiempo y no tenerse que volver a levantar. Ya hace más de treinta minutos que aquél científico anónimo se reconcilió con la humanidad y la maldijo antes de pegarse un tiro, llevándose a uno por delante.

La marcha es lenta, confusa. De lejos parecería una hilera de manifestantes desazonados. Cada cual en su autismo, pero unidos por una extraña mente colectiva. El mero impulso de saciar una pulsión de hambre infinita. Sin pensamientos, ni dolor, ni fluidos. Ni consciencia del propio espacio ocupado en el mundo ni del espacio ajeno. Chocando unos con otros, a la deriva. Cayendo y siendo pisoteados por quienes caminan a continuación, por encima de lo que haya y quien haya. Sin un perdone usted o permítame el paso. Tan sólo narices y oídos escrutando el fúnebre silencio, desfilando hacia la carnaza.

Entre ellos, casi imperceptiblemente, un corazón recupera sus latidos. Son lentos, arrítmicos, dificultados por la presión de una aguja muy cercana al órgano. Comienza a bombear sangre y un espasmo llena, de pronto, los pulmones de ese cuerpo, que se mece entre la vida y la muerte. La manada emite tal variedad de lamentos, gemidos y jadeos que la súbita inspiración de aire no llama la atención de la masa sobre ese intruso. Ni siquiera él es consciente de sí mismo, ni del cambio que se está operando en él. De su regresión.

El hombre de la jeringuilla en el pecho está perdiendo facultades olfativas. La frescura tentadora de la cálida sangre humana, en heridas abiertas a kilómetros, ya no apela a sus sentidos. Apenas lo hace la intensidad de la carne cocinada por las llamas en coches estrellados por doquier.

Su cerebro ya no reacciona a esa misión de caza. La fiera se va apaciguando. Su salivación se va reduciendo. Pero sí que le embarga un persistente hedor a putridez. No es el olor de los cementerios. No hay solamente ese matiz. También es el olor de las bandejas de carne descartadas para el consumo humano, las arrojadas a los contenedores de desperdicio en los supermercados donde solía trabajar durante esa adolescencia que aún no recuerda. Es el olor de aquella herida infectada de su infancia. No aprecia, sin embargo, el aroma de la primavera, enterrada bajo tantas capas de pestilencia. Y bajo el humo y el fuego.

Comienza a vislumbrar esas imágenes fétidas en su cabeza, todavía fuera de contexto, cuando aún no puede enfocar siquiera lo que tiene delante, ni cuanto le rodea. No tarda en percibir el escenario, pero todo es extraño, onírico. Tres hombres adultos, uno de ellos realmente obeso, pelean con una niña pequeña por un ramillete de tripas. Pero, en realidad, él comienza a recibir esos movimientos como algo tan sólo ligeramente inquietante. Para nada amenazador todavía. Su cabeza aturdida no atina a darle datos definitorios clave, no puede prevenirle con términos alarmantes como muerte, muertos, caminantes, epidemia. Sangre, mutilaciones. Tripas.

O peligro. Huye.

Afortunadamente para él, su recobro paulatino de la humanidad no está siendo detectado, puesto que sus andares agotados, su propio olor a muerto, su lentitud de raciocinio, su mirada perdida, y las vísceras abriéndose paso bajo su ombligo le camuflan a la perfección. Incluso cuando su estómago, de repente vivo y reactivo, empieza a rechazar las abominaciones ingeridas, nadie parece sorprenderse por sus vómitos. Doblado sobre su vientre, por fin empieza a experimentar un dolor insufrible. Gime lastimeramente. Aumenta los decibelios después, con sorpresa, al ver sus propias entrañas descender sobre sus muslos y ya no puede controlar los alaridos. Justo en esos momentos se vuelve consciente de la situación, pero eso no logra acallar su escandaloso griterío. El terror y la agonía le invaden como un gas neurotóxico que le suministra parálisis y espasmos a placer. Quiere correr y no puede. Siente su cuerpo vaciarse a cámara lenta, torturándole. Algo se enreda con sus pies y le hace caer de bruces. Ha tropezado con sus propios intestinos. Le sacude un calambre indescriptible. Forcejea con el desmayo. No va a rendirse.

Tiene miedo a morir, por supuesto. Sabe que va a morir despedazado. Lo ha estado viendo suceder durante todo el camino y ha participado de ello. Ahora lo recuerda. Y no se lo quiere creer. Y no quiere morir así. Nadie merece algo así. Las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos en cascadas sin control. Gimotea. Y alguien a su lado, alguien muerto pero, de improviso, consciente de su alrededor, de que algo no cuadra, torna sus ojos hacia los suyos. Unos ojos recubiertos de una viscosa película amarillenta. Le mira a través de una especie de huevos podridos. Es una mujer embarazada. En su día debió estar radiante y comer por dos, pero jamás devoraría como ahora. Con tal ansia. La joven descubre las lágrimas en la cara del hombre. Por un instante, inclina la cabeza, como los perros cuando no nos comprenden. Como si empatizara con la desgracia de la presa. Posa suavemente unos dedos ensangrentados en su mejilla empapada de llanto e hirviendo de fiebre. Y se abalanza sobre él, desgarrándole la carne y la vida en una bacanal de aullidos y estertores.

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