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ANTÍDOTO.

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ANTÍDOTO Por María José Orellana Ríos                                                                   I El hombre que hiperventila atrincherado en el laboratorio, se sorprende a sí mismo encomendándose a cualquier entidad incorpórea y superior. Casi descreyendo y renegando de su, hasta ahora, único culto confeso: lo empírico. Las luces de emergencia del edificio aún soportan el asedio. Se cuelan por el cristal de seguridad de la puerta, tiñéndole el rostro de enfermedad. Su cuerpo ya ha sido devorado por los nervios y la inanición: quedará poca cosa para el festín de sus invasores. De hecho, como ya se les parece tanto, le divierte la idea de que pudieran confundirlo con uno de ellos. Una carcajada histérica sacude su esqueleto. Hasta que le llega el sonido de la destrucción ascendiendo por la planta inmediatamente inferior. Arrasando con todo a su paso, van a su encuentro.  Lleno de impotencia, rompe a llorar como un niño. Se fustiga pensando que debería haber huido con lo

GUARDIANA.

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Jamás hubiera pasado desapercibida. Era grande, monumental. De huesos voluminosos, cubiertos por escasa carne tensa, tirante. Sus brazos tenían un aspecto tan pálido como curtido. Correoso como imagino su rostro, que soy incapaz de reconstruir en mis retratos, mucho menos en mi mente. Su pelo caía lacio, deslucido, descuidado, mostrando esporádicamente fugaces ranuras de brillo por ojos. No hay palabras para describir su color. Ni el de sus iris, ni el de su media melena esparcida sobre la frente, ocultando también trazos de nariz aguileña. A veces, asomaba una porción de labio fino, terso apenas colorido y en mueca de repulsión permanente. Diría que era un personaje gris, pero eso no sería exacto. Más bien te paraba el corazón del susto y volvía a camuflarse con el paisaje al instante. Extrañamente llamativa pero hábil tránsfuga. Inolvidable pero indescriptible. Te despojaba de cualquier atisbo de creencia en la realidad, en las leyes de la física, de la