GUARDIANA.



Jamás hubiera pasado desapercibida. Era grande, monumental. De huesos voluminosos, cubiertos por escasa carne tensa, tirante. Sus brazos tenían un aspecto tan pálido como curtido. Correoso como imagino su rostro, que soy incapaz de reconstruir en mis retratos, mucho menos en mi mente. Su pelo caía lacio, deslucido, descuidado, mostrando esporádicamente fugaces ranuras de brillo por ojos. No hay palabras para describir su color. Ni el de sus iris, ni el de su media melena esparcida sobre la frente, ocultando también trazos de nariz aguileña. A veces, asomaba una porción de labio fino, terso apenas colorido y en mueca de repulsión permanente. Diría que era un personaje gris, pero eso no sería exacto. Más bien te paraba el corazón del susto y volvía a camuflarse con el paisaje al instante. Extrañamente llamativa pero hábil tránsfuga. Inolvidable pero indescriptible.

Te despojaba de cualquier atisbo de creencia en la realidad, en las leyes de la física, de la naturaleza, por siempre jamás. Llegué a datarla anciana como el planeta, pero supuraba la energía de la juventud. Y la sensación de control absoluto sobre sí misma y cuanto le rodeaba, no era propia de una chiquilla. Era fría. Tampoco podía ser verdad que un coloso lento y pesado pareciera levitar, moverse a la velocidad de la luz y ejecutar un trabajo tan quirúrgico, eficiente y sanguinario a la vez, para perderse en las sombras de un callejón, entre la maleza de un bosque. O incluso en una explanada bajo un sol de justicia, sin recoveco alguno donde guarecerse de ojos indeseados. Simplemente parecía fundirse con las ondas de calor que desprendía el suelo castigado por el verano. O quizás se escabulló por un hormiguero, o cualquier otra grieta del secarral. Ese día, desmontó mi teoría de que ella era un vampiro.

Como reza la canción popular, supe que ella me había encontrado porque olí la hierba y las nubes de tormenta, y aquí nunca llueve. Me fumo un paquete de negro al día, mi difunto marido me decía que apesto a cenicero. No tengo olfato, y aún así, la olí llegar. Jamás la vi venir, ni irse.

Yo nunca he sido una mujer pequeña, al menos no físicamente. Pero, en cierto modo, la vida me ha encogido. Él. Él me redujo a lo que quedaba de mí entonces y me ha costado volver a crecer. Durante años estuve muy orgullosa de mi belleza. He sido engreída y presuntuosa, he coqueteado con todo ser humano, por el mero entretenimiento de sentirme deseada, no me avergüenza reconocerlo. También me enorgullecía poder decir que nunca lo he usado para lucrarme a costa ajena. No soy materialista. Yo era un espíritu travieso, libre. Para él fui un trofeo. Por eso nunca me pegaba en la cara.

Antes de un marido maltratador, fue un novio intelectual, algo pedante, tierno y extremadamente sensible. Nunca me fueron los malotes. Los macarras eran para un polvo, o ni eso. Pero este tío era un peluche. Con sus neuras, sus rarezas, sus arranques, algún levantamiento de voz que yo siempre justificaba con su inseguridad, sus traumas de infancia. Su madre castradora. Su depresión, a la que podríamos derrotar algún día. Yo le daba abrazos y él ahogaba sus gritos de frustración en mi sexo. Nuestra lujuria iba más allá de lo salvaje y a menudo acabábamos magullados, arañados, doloridos, con algún mueble maltrecho, pero satisfechos.

El problema fue que mis ojos hablaban, siempre lo dijo mi madre. Y mis ojos engullían, ávidos de cuanto me rodease. Necesito mirar, beber por las cuencas para pintarlo todo. Mis pupilas no sólo escrutaban anchas espaldas, miradas masculinas de lascivia que él veía correspondidas en mis pupilas. Escrutaba escotes, fascinada por las pieles salpicadas de pecas y los pechos pequeños y redondos, que se me antojaban perfumados como las pelirrojas de Süskind.(*) Con el olor del agua en verano. Perfiles tan ajenos a mi voluminoso busto, al que creía condenado al derrumbe. Hoy apenas tengo carne: también eso se comió él. O me lo devoró el tabaco.

Al principio, le resultaba incluso excitante que otros hombres me desearan, sintiéndose el macho alfa con exclusividad sobre mí. Cuanto más se me comían con los ojos, más cerdo se ponía. Si sentía que yo coqueteaba o experimentaba cierta curiosidad o deseo, también eso atizaba su fuego, quizás tratándome con algo más de agresividad, rozando ya lo incómodo en la cama. O donde fuera. Pero el recrearme en la belleza femenina, fue el detonante del primer ataque violento de celos. Estaba borracho y no me lo tomé en serio. Me llamó puta. Enferma viciosa. Me gritó hasta que yo también grité, raro en mí, y me llevé la primera hostia. Pero la artista y el ingeniero hicieron las paces y se dijeron que no volvería a pasar. Se alejaron de ese caos urbanita y del moderneo perverso, adoptando una vida mucho más tranquila, intentando rescatar una granja y un terruño exangüe. Beatus ille.

Lejos de sanarnos, la naturaleza decadente y la pequeñísima población recelosa, pero omnipresente, nos infectaron con su mentalidad aviesa y su superstición. No podía comprender que siguieran afincados allí. Aquella diminuta comunidad se empeñaba en mantener con vida un poblado perdido, azotado por la sequía, olvidado. A nadie parecía habérsele perdido nada allí, no recibía más visitantes que los mercaderes ambulantes. O en alguna contada ocasión, un técnico que viajaba a revisar las antenas telefónicas que acabaron de ahuyentar a quienes tuvieron dos dedos de frente. Parecía absurdo buscar la salvación en un lugar tan hostil. Él fue a peor. Y yo le compadecía y me preocupaba por si estaba enfermando yo, paranoica creciente, creyendo los cuentos de viejas que decían que las ondas de esas torres volvían locos a hombres y alimañas.

El resto de mi vida con él, puede leerse en las marcas de mi cuerpo, pero no en mi historial sanitario. Aprendí a no quejarme, a sofocar los alaridos. A resistir el dolor y las puñaladas en la dignidad y a soldar pequeños huesos por mi cuenta. Se me secaron los pinceles mucho antes de que él me los quemara. Luego, la vagina antes que las lágrimas. Y eso le comunicaba mi falta de deseo, atacaba a su virilidad. El sexo ya no era consensuado.
Finalmente, también me sequé de lágrimas, como lo está este yermo poblado.

Una noche, mientras él se emborrachaba por ahí, oí cantar a una gitana:


“En esta tierra enjuta,

quien te hace llorar o te dice puta

no lleva la piedad de la Guardiana 
que mancha de sangre la mañana. 


Lleva el olor de la hierba,

ay, de la hierba del verano.

Lleva la nube de la tormenta, 
ay, ocultando sus cuchillas. 
Tú dile, tan sólo, chiquilla, 
quién te rompe con sus manos.
 Tú abre tus piernas


y, ay, toma tu sangre

y si paciente esperas vendrá a liberarte. 

Cuando sientas su frío, salta al vacío
sin asustarte.”

Una mañana, en el mercado, una anciana vestida de negro, con un pañuelo de luto cubriéndole el pelo, se acercó con dificultad hacia mí. Sonreía amablemente. La había visto cerca de la granja en alguna ocasión junto a otras mujeres más jóvenes, también guardando luto. Éramos vecinas. Le devolví la sonrisa, dolorida y visiblemente agotada.

“¿Andas enferma, hija? Tienes cara de dolerte la tripa”. La tripa, no. Todo el cuerpo, pensé. De pronto, tomó mis manos con fuerza y escondió un paquete en ellas. “Toma. Unas hierbitas. Esto te lo bebes con la sangre ”, dijo. Fue entre cómico y entrañable: “Es usted un encanto, pero no tengo menstruaciones complicadas, gracias”. Ella graznó una risotada sincera: “No, mi niña, no. Con la sangre. No durante. La próxima vez que manches, por ahí abajo, quiero decir. Échalo a hervir con estas hierbas. Bébete casi todo, y el último trago, te lo guardas en la boca para escupir su nombre entero contra un espejo tumbado en el suelo, apuntando a la luna. No hace falta que sea luna llena. Pero tú estate sentada bajo un tejo. Tienes uno en la cueva del Pedrolo.”

Mi yo de hace unos años, se habría partido de risa delante de la pobre vieja senil, ridiculizando sus estrambóticos y asquerosos rituales de aldea. Pero algo en todo aquél asunto me daba mala espina. Me invadió una tremenda congoja, mezcla de miedo y esperanza, aunque ni siquiera sabía de qué me estaba hablando. 

“¿El nombre de quién?”, musité. Su mirada, sin dejar sonreírme, se tornó algo oscura: “él no te va a pillar si aprovechas la noche, que siempre anda borracho por el bar. Cualquier noche y te libras de él para siempre”.

Por primera vez en años, alguien que no fuera él conseguía ruborizarme de vergüenza. Un intenso picor recorrió mi cuello y mejillas y me llenó de furia. Pero no acerté a expresar absolutamente nada. Ella mantuvo su sonrisa amable, o triste. O ambas cosas, y se alejó de mi silencio revuelto, renqueando por donde había venido.

En realidad, su franqueza y su oferta directa, me habían hecho sentir descifrada. Había leído dentro de mí, en lo más íntimo. Nunca me había sentido tan desnuda.
Al llegar a casa, alterada, sin siquiera haber hecho la compra, me di cuenta de que mis manos seguían apretando el saquito de la vieja.


Perdí la noción del tiempo y, de vuelta a la realidad, me asfixiaba otra clase de terror. No tenía con qué condimentar la cena. Apenas dos pechugas de pollo recalentadas de la noche anterior y adiós a mi idea para la salsa. Sin el vino ni las especias, iba a estar incomible. Temiéndome la paliza de mi vida, empecé a rebuscar compulsivamente entre restos de botellas apuradas por el monstruo que no tardaría en llegar. Encontré, aliviada, algunos mililitros de cerveza rancia que esperaba pudieran empapar y darle algún sabor a las viandas. Y me alivió darme cuenta de que podía usar las hierbas del saquito de la vieja como especias. Me pareció apreciar romero, albahaca y tomillo entre otras cosas que no identifiqué. Estaban destinadas a infusión, así que no me pareció mala idea. En aquel entonces, aún me quedaba algún resquicio de mi limitado olfato. Esa noche lo perdí.

Mi aún no difunto marido, llegó, engulló, me metió algo de mano, rió y reí sin ganas. Parecía que iba a caer redondo roncando en cualquier momento y no se detuvo en evaluar la calidad de lo cocinado. Dada la situación de pánico de hacía unas horas, casi lo preferí. Pero no me iba a librar. De pronto, empezó a emitir unos gruñidos impresionantes. De verdadero sufrimiento. Algo dentro de mí se asustó, había sido el amor de mi vida. Pero ese algo estaba enterrado tan hondo que no llegó a avistar superficie. Así que tan sólo le miré agonizar, retorcerse, derrumbarse y maldecirme. Hasta que se hizo el silencio más absoluto. Mi cuerpo parecía sometido a descargas eléctricas. Mi respiración jadeante y los temblores me nublaban la vista. Decenas de manchitas negras bloquearon mi visión durante unos segundos.

Luego, respiré hondo. Profundamente. Una vez, dos. Tres. Expulsé una última bocanada de aire. Me sentí en paz. Mis ojos abrieron un torrente incontrolado de lágrimas pero, en el silencio de la estancia, me oí reír. A carcajadas. Lo vi claro. Le odiaba. Odiaba a ese cuerpo inerte y no lamentaba nada de lo que le hubiera sucedido. Ya pensaría en las consecuencias. Me lo había cargado. Estaba eufórica. La risa se apoderó de mí con tal virulencia que temí atraer la atención de algún vecino, pero era incapaz de controlarme. Me reía de mi estupidez, de todo lo que había aguantado por no saber estar sola, y de lo feliz que iba a ser sola y libre a partir de entonces. Bailé. Sola y libre. Me reí con tanta fuerza que sentí ganas de orinar y temí hacérmelo encima. Me dirigía hacia el baño sin parar de reír con tanta fuerza que abrió los ojos. Despertó. Y me vio reírme de él. Y el calor en mis mejillas y estómago, se desplazó corriente abajo entre mis piernas, desde mi vejiga, empapándome de miedo.

“Hija de puta, has intentado envenenarme. Te voy a matar”.

Sé que ese día me dejó de querer de verdad, a su manera, así como me malquería él, porque, por primera vez, me atacó a la cara.

Debió darme por muerta y huir, porque perdí la cuenta de los minutos o siglos que floté en la oscuridad. Y cuando desperté, no estaba. Pero sabía que volvería. Con una pala, para enterrarme, o con flores para arrodillarse por mi perdón. Y yo acababa de paladear la efímera y dulce sensación de haberle destruido. Necesitaba hacerlo realidad.


Mi cuerpo entumecido empezaba a acusar viejas conocidas, lesiones habituales. Verme desfigurada por primera vez no me causó mayor impacto. Siempre había sido cuestión de tiempo, pero ya no importaba. Para tener la nariz rota y los ojos enterrados en hematomas, nunca los había tenido tan abiertos. El suelo estaba empapado en sangre, pero no toda había manado de mis heridas.

Como hipnotizada, llené la bañera de agua caliente, casi hirviendo, para amortiguar un poco el dolor de mis ovarios. El jabón de chocolate y mis fluidos tiñeron el agua con el color de la muerte. Inspiré hondo, con intención de inhalar sendos aromas y fue entonces cuando vi que finalmente ese sentido había sido suprimido. Llena de rabia, arranqué el tapón de la bañera y dejé que el agua se escabullera con su botín. Por locura o desesperación, contraje los músculos de mi vagina hasta llenar un vaso. Preparé las hierbas. No poder percibir los efluvios del cazo en ebullición, alejaba todo aquello de ser real. Me causaba una sensación de ensoñación. Tuve brotes de lucidez en los que me planteé si habría perdido la cabeza. Pero no encontraba razones para no hacerlo. Para no perderla.

Busqué un termo y me cubrí apenas con un vestido ligero, acorde con la sofocante noche a la intemperie que me esperaba.

No recuerdo cuándo había sido la última vez que salí sola bien entrada la noche. En cualquier caso, solía ser un largo paseo en tensión, mirando a todos lados, pendiente de posibles sombras, pasos o susurros pegajosos, presta a salir corriendo. Pero esa noche, durante ese trecho, me acompañaban mi calma, frecuentes maullidos y grillos intermitentes, y los ojos de alguna vieja alcahueta sentada en la silla de su portal, sonriéndome como si fueran todas la misma. Aquélla primera, la que me invitó a deshacerme de él. La canción de la gitana resonaba en mi cabeza como un presagio, como una muerte anunciada.


Pasar la noche sola en una cueva puede sonar espeluznante. Y en cambio, el tintineo de las estalactitas goteando sobre mis hombros me refrescaba y relajaba. Me sentía a salvo. Empezó a antojárseme un buen refugio. Empecé a fantasear con ese cambio de estilo de vida, primitivo, alejada de la sociedad y de ese monstruo. Hasta que mis días llegaran a su fin y me devorasen las ratas.

De pronto, me asaltaron dos revelaciones. ¿Cómo iba a reconocer el tejo? Un despojo de ciudad como yo, ignorante total de la botánica a pesar de este experimento interminable de la vida rural para salvar nuestras almas. Concluí que, siendo todo el pueblo un solar cuarteado, el primer atisbo de árbol respondería a ese nombre.

Mi apetencia por salir al exterior había sido consumida por las llamas junto a mis pinceles y junto al oxígeno que las temperaturas de este pueblo extirpan. Por otra parte, había olvidado coger un espejo. Como respondiendo a mis preguntas, el interior de la cueva saboteó mis deducciones, ofreciéndome multitud de pequeños arbolitos allí trenzados, entre paredes y estalactitas. Se diría que era el portal a otro mundo, húmedo y floreciente, que nada tenía que ver con el árido exterior. Eso me iba a imposibilitar distinguir el tejo. Aunque el propio terreno me facilitó el espejo, pues a mis pies llegaba el borde de una charca oscurecida por la noche, en la que flotaba una enorme luna mordida por el cielo negro. Sólo entonces fui consciente de que sudaba profusamente, a pesar de acabarme de bañar.

Me pregunté si la poza sería muy profunda. Arrojé un guijarro dentro para comprobarlo. Calculé que el agua debía llegarme, como mucho, hasta las axilas. Antes de ser consciente de mis actos, mi cuerpo asfixiado de calor ya se había deshecho de ropas y sumergido en las aguas. Estaban deliciosamente frescad y lamían cualquier rastro de temor en mi cuerpo. De pronto me sentía protegida, aislada de todo mal. Aunque azotada por una terrible sed. Casi por inercia, alcancé el termo de la orilla y bebí con ansia. La textura del líquido era arenosa, agresiva, el sabor era insoportablemente intenso. Me irritó tanto la garganta que no pude reprimir un ataque de tos, regurgitando mi último trago. Y cuando lo vi deslizarse dentro del agua, en ese preciso momento, recordé que todo aquello tenía un propósito. Que me encontraba dentro del espejo, seducida por alguna loca idea esotérica y que acababa de arruinar todo aquél absurdo ritual al haber dado cuenta de todo el mejunje en dos tragos. Y ni siquiera había sido capaz de encontrar el tejo. Aunque quizás estaba allí, en alguna parte, a mi alrededor. Quizás las ramas que se suspendían sobre mi cabeza desde la orilla, eran las de ese árbol.

Decidí seguir disfrutando de la calma de ese lugar, al que me prometí volver a menudo, a estas horas, además, si mi tarado marido no me despedazaba al llegar a casa. Consideré el instalarme ahí. Esconderme. Pero imaginé que los cuatro gatos que quedaban en el pueblo ya debían refrescarse ahí durante el día y me acabarían delatando. 

“Maldito seas,” dije. Y escupí su nombre al agua.

De noche, aquel lugar parecía solamente mío, toda una extraña naturaleza y vida para mí, impensable en medio de un paisaje general tan deshidratado, muerto. Alargaría ese placer un poquito más. Una última zambullida y ya volvería a enfrentarme a la cruel realidad. Me hundí con los ojos cerrados, plácidamente, sintiendo cada parte de mi musculatura renacer, renovarse. No sentía restos de lesiones, el dolor no tenía cabida. Abrí los ojos, deseosa de perderme en la oscuridad, cuando un resplandor me hizo tragar agua y casi ahogarme. En la más profunda oscuridad, frente a mí, se alzaban dos robustas piernas translucidas. Piernas de mujer gigante. Y una enorme mano marmórea tendida hacia mí. Salté a incorporarme fuera del agua con un respingo y tosiendo agua, huyendo de quien acababa de destruir mi sosiego. Pero estaba absolutamente sola.

No recuerdo el camino de vuelta a casa. Este miedo era distinto al que él me engendraba. "¿Miedo a ser libre?", susurraba lo que esperé que fuera mi subconsciente. Pero eso no tenía sentido. Mi terror eran unas piernas gigantes surgidas de la nada. Por primera vez tuve la sensación de haber invocado algo demoníaco. Miré a mi espalda al llegar a la puerta de casa, temiendo toparme de nuevo con aquella colosa translúcida.

Mis preocupaciones fueron otras al abrir. Sin dejarme articular palabra, él se abalanzó sobre mí. 

"¡Yo sufriendo por ti y tú por ahí zorreando!". 

Su mano apresó mi garganta, como tantas otras veces, y cerré los ojos para no verle matarme. Me sobresaltó la idea de que me estuviera escupiendo en la cara. Cualquier fluido suyo hacía años que me daba asco. Intenté reunir fuerzas y defenderme, y justo entonces, manso como un cordero, liberó el agarre de mi cuello. 

Entreabrí los ojos, y vi su mano separarse lentamente de mí. Y de su propio brazo. Caer al suelo como un jarrón detenido en el tiempo. Junto con más trozos de él. Vi sus ojos enfocar al vacío, y vi el lado derecho de su cara deslizarse hacia abajo, mientras el izquierdo permanecía sujeto al tronco mediante el cuello. Y entonces vi su cerebro. Su precioso cerebro que no me aportaba nada ya. Otras piezas cayeron de golpe y sonó como cuando mi abuelo volcaba las canastas de pescado recién arrebatado al mar en el muelle, para venderlo fresco. 

Celebré haber perdido el olfato y no estar intoxicando mi pituitaria con el hedor de sus vísceras. Me sorprendió ser capaz de percibir el olor de la hierba y la tormenta. Pero no tanto como tenerla frente a frente, llenando la habitación. A pesar de no temer por mi vida, estaba muerta de miedo.

"Limpia esta mierda", me dijo, "nadie lo echará en falta. Pero he asumido tu responsabilidad y estás en deuda. Un día engendrarás vida. Si tu primogénita es mujer, la llevarás a las ancianas y será educará en el culto. Evitarás que herede tu debilidad. Si es varón, será mío. No será de utilidad en este pueblo".

Sin una nariz útil, recoger todo aquello era irreal. Fue como cuando rodamos aquél cortometraje gore en la universidad y jugábamos a revolcarnos en los restos de mermelada de arándanos y arrojarnos sesos de bizcocho. Pero sin la diversión, sin la complicidad y sin los amigos. Sin sentimientos.

Metí parte en el congelador y le eché el resto a los cerdos. No les di de comer en unos días para que devorasen todo. Cuando acabaron, descongelé más y se lo di. No tardaron mucho. No volví a comer cerdo. Ni ninguna otra carne.


No conseguí llorar hasta hace poco. Fui a comprar un lienzo y brochas. Me di cuenta de que no podía pintar porque no sentía nada. Y me dolió haberme vuelto así. Lloré por mi humanidad perdida.

Cuando se acabaron los trozos de monstruo, cogí un autobús, un tren y un avión. Me alejé de esas antenas de telefonía que amenazaban de cáncer. Yo hallé otra suerte de enfermedad en ellas. Ya con el avión arrancando, la vi de lejos, alta como las torres que la rodeaban. La vi titilar, volverse translúcida y desaparecer como un espejismo en el desierto.

Me diluí entre el gentío de una gran ciudad. Estuve muy sola hasta que me apeteció estar con mujeres jóvenes e irresponsables. Añoraba a la artista bohemia y huía de los espermatozoides. Pronto me aburrí de la superficialidad que les contagiaba la urbe, el escaparate de sus modas estúpidas, tanto en la calle como en las redes sociales, el expositor de sus cuerpos, intencionadamente modificados con tinta, tintes y titanio para intentar tanto destacar entre los demás que acababan siendo básicamente iguales.

Un día me di de bruces con una piel virgen con espíritu viejo y sanador. Un hombre bueno, tostado por la escalada. Algo chapado a la antigua, pero educado en el respeto a las mujeres. Me daba seguridad. Nada le gustaría más que fundar una familia. Es la mejor compañía que he tenido. Por eso aún no sabe que me ligué las trompas.

Todavía, de vez en cuando, me sobresaltan signos de apariciones de la guardiana reclamando lo que es suyo. Siempre envuelta en olor a hierba y tormenta, el único olor que aún percibo. A veces discreta, otras impetuosa, haciendo explotar un microondas o un televisor. Pero ya no me impresiona como antes. Será que no la he vuelto a tener tan cerca. Será que no puede arrebatarme nada. A veces creo que su poder no es compatible con los sistemas de transmisión de ondas actuales. Yo qué sé, tan sólo soy un residuo de pintora.

Ya no hay miedo porque acepto mi deuda, que sea mi eterna acreedora. Pero no condenaré a inocentes. No habrá más trofeos en mí para nadie. Aunque, en realidad, ya me haya quitado a mis hijos. 

(*) Alusión a El Perfume, de Patrick Süskind. 

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