LA LUZ. Relato ganador del concurso de l'Associació de Dones del Solsonès 2007 (categ: lengua castellana)
- I -
El
papel con que con tanto esmero había cubierto las grietas
de los muros que encierran mi mente, hoy se ha quemado
definitivamente, dejando al descubierto un armazón endeble y
carbonizado.
La
luz del cuarto de baño es tan potente que me ciega, y
mis lágrimas actúan como lupas, multiplicando la agresividad
del brillo contra mis ojos.
Me
solía encantar la sonoridad acuática de la estancia. Pero
ahora me siento acorralada como un animal que ha escogido el
propio encierro ante la amenaza de los depredadores. Fuera,
los gritos de furia histérica se comen los sollozos de
dolor, cada vez más débiles y apagados. Son como una
jauría de perros enloquecidos devorándose los unos a los
otros.
En
el desorden, una palabra simple secciona mis nervios y me
paraliza.
Cuchillo.
...
Tal
vez un deja
ese cuchillo
o...
¿Qué
vas a hacer con ese cuchillo?
Una
voz rota, atemorizada.
¡No!
Por favor, no.
Porfavorporfavorporfavooooooooor
Qué
calma.
Qué
repentina calma.
Sólo
algún estertor ocasional al compás de las agujas de un
reloj que pronto queda a solas en el vacío.
Alguien
se ha ido. Para siempre, eso es seguro.
¿Quién?
No imagines. No... No quiero imaginar. ¿Quién prefieres
que haya sido? ¿De quién quieres prescindir? No te tortures
más pensando esas cosas.
Mejor
preocúpate por salir de aquí.
Quien
blande el cuchillo, rara vez quiere dejar rastro. Quien
blande el cuchillo, querrá desaparecer. Asoma la luz bajo la
puerta del lavabo y el cerrojo está echado por dentro.
Eres un cabo suelto tras una puerta frágil, fácilmente
derribable por una patada. Y al otro lado hay un cuchillo
y silencio. Y no hay salida. No hay ventanas ni hay
salida. Sólo una entrada para cazar al perro entrometido que
ha estado husmeando donde no debía. Sólo hay baldosas y
más baldosas y un pequeño conducto de ventilación por
donde escapan los malos olores, pero ni un pequeño ratón
tendría tiempo de abrirse paso royendo la ridícula rejilla.
Alerta.
Oídos
alerta detectando los subsonidos del silencio. El cepo se
ha cerrado entorno a mi garganta y ya no respiro. Siento
que voy a gritar y a desvanecerme, sentada en el rincón
en que me guarezco del miedo que ha invadido, como un humo
invisible y alucinógeno, esta celda deslumbrante.
Cuchillo.
Cuchillas.
CUCHILLAS.
Hay
cuchillas de afeitar en un pequeño estante sobre la
bañera. Con eso no me defiendo de un cuchillo, pero puedo
adelantarme a sus movimientos. La decisión es sólo mía.
Un leve dolor, la eutanasia para librarme de la expectación,
que comenzará pronto a arañar la puerta.
Sí,
será lo mejor. Que lo haga por mí misma. Prefiero acabar
yo con la función a que el teatro sea arrasado por un
loco. Tendrá que ser rápido. Tendré que ser más rápida
que el cuchillo enajenado que no atenderá a mis ruegos.
¡PERO NO PUEDO!
Sollozo
y me desespero con el mayor sigilo posible y la cuchilla
tiembla entre mis dedos, como en un mar de culebras
epilépticas. Tengo que estar alerta a los sonidos de mi
verdugo que se aproxima, mi verdugo sin rostro. No, no
quiero verle la cara. No quiero escoger un asesino de entre
aquéllos que amo. No quiero descubrir quién ha muerto, ni
quién ha matado. Ni quién va a matarme.
Y
alrededor sólo hay silencio. El mismo silencio de antes,
el silencio embotellado conmigo entre muros de cerámica.
Podría quedarme aquí y dejarme morir. No me costaría, en
serio. Podemos hacer un trato: no viertas mi sangre y yo no
saldré nunca de aquí. No tiene por qué enterarse nadie.
Márchate, huye; nadie nos va a echar de menos. Nadie va a
buscarte.
Ya
estoy como una mosca aturdida en el fondo de un jarrón y
sólo oigo la resonancia de un pobre zumbido: el frustrado
batir de mis alas inútiles.
Ya
me está matando la espera, y esta falsa calma que en
realidad está a mi acecho. Si éstos son mis últimos
momentos de vida, será mejor abrir la puerta y acabar de
una vez. Sí, será lo mejor.
Valiente
o inconsciente, allá voy. En pie. Antes que nada, en pie.
En el suelo estoy indefensa. No, no es eso. En el suelo
estoy ridícula, humillada. Mejor morir en pie, sostenida
aunque sea por este par de alambres frágiles y
espasmódicos.
Cada
paso que doy hacia la puerta, es más lamentable que el
anterior. Doy más pasos de los que realmente hay hasta
ella. El tiempo se desglosa y caen los segundos, largos
como horas. Lentos como nieve que nunca toca tierra. Con la
lenta viscosidad de la sangre que pronto volverá a ser
derramada. De eso no cabe duda.
Estoy
viviendo la realidad más allá de lo que debiera ser
vivida. Estoy en una dimensión diferente, en la que todo
se ha congelado, excepto los latidos en mis sienes, en mi
garganta, intentando escapar por mis venas aleladas, queriendo
romper la escarcha de mis fluidos muertos.
El
contacto de una mano, súbitamente mía, con el picaporte
de frío metal, me saca al instante del trance. Abandono
esta realidad, las baldosas centrifugan a mi alrededor. Adiós
al blanco resplandor. La puerta está abierta y no veo
nada. No hay verdugo, no hay cuchillo. Pero tampoco hay
casa, no hay suelo, ni hay aire.
No
hay aire.
No
encuentro el aire. Sólo un mar negro que engulle mis
ojos, mi cerebro y mi aire…
Y ahora sí…
Ahora sí. Creo
que voy a desmayarme.
- II -
Oscuridad
absoluta. Y un sonido, breve.
Y
otro.
Otro.
Y
otro.
Se
repite. Es el mismo.
El
mismo sonido.
Lo
oigo aún. Lo escucho.
Lo
proceso.
Lo
reconozco.
Una
gota que se repite.
No.
Gotas. Diferentes gotas, que caen y se persiguen, lanzándose
de cabeza, suicidas, la una en busca de la otra para
estrellarse y reventar. Todas en una fosa común.
¿Dónde
estoy? No veo. La luz me ciega. Y me recuerda esa luz del
final del túnel a la que tanto me he acercado en ya
demasiadas ocasiones.
Ahora
sé que sigo en el baño. Y que el grifo no cierra bien.
Por eso gotea.
No
me han matado. Pero estoy demasiado aturdida como para que
vuelva el miedo. Démosle tiempo. Vamos a inspeccionar.
Como
quien pisa un muelle, presionando su mecanismo tenso, que
arde en deseos de saltar, comprimo mi cuerpo en una especie
de músculos crispados, mientras arrastro mi patético
esqueleto por el pasillo. Limpio el suelo con mis calcetines
blancos. Dios, qué hortera. No quiero morir con calcetines
blancos. Pero no me atrevo a quitármelos, por si el más
mínimo cambio pudiera alterar el ritual que va a salvarme
la vida. Porque sé que voy a vivir. Ahora sé que quiero
vivir.O
por lo menos, no quiero sufrir un dolor atroz cuando
suceda.
Almaceno
rabia por si tengo que defenderme. Pero sé que tiemblo.
Intento controlar las culebras de mis manos apretando los
puños. Me reflejo en un espejo del pasillo y me dan ganas
de darme limosna a mí misma. Qué aspecto tan lamentable. No
intimido.
Señales
de alarma en mi sistema nervioso. Las emiten mis dedos.
Tengo la mala costumbre de morderme las uñas. Tengo la
mala costumbre de hacer sangrar mis dedos. Con los dientes.
Y a veces duele.
No
hay nadie.
Ni
siquiera cadáveres.
Me
había mentalizado, estaba, de algún modo, preparándome para
visiones de matadero a la par que temblaba. Pero el piso
reluce.
Por
no haber, no hay ni muebles. ¿Nos han robado?
Eso
no lo esperaba. Desconcertante. Sin embargo, me calma.
Y
ahora me hundo.
La
nada me recuerda otra clase de vacío. El del putrefacto
pedazo de carne que bombea mi sangre. El vacío que tú
dejaste. Me resulta cómica la paradoja de que, la nada, el
espacio no ocupado, duela. Quizás llevabas cristales
incrustados en las suelas de los zapatos, y me los dejaste
dentro cuando te marchaste. El vacío tiene sus propias
terminaciones nerviosas invisibles.
Por
un instante, la nada ha estado en el recuerdo. Se
volatilizó. Cuando iban a matarme, te olvidé. Ya no
existías. Sólo mi miedo, agonizante. El instinto de
supervivencia te había borrado.
Pero
has vuelto a entrar en el hueco. En el abismo. Lógico.
Te resulta fácil porque no hay nada dentro de mí. A
parte de tus cristales, que espero que algún día recojas,
estoy tan pulcramente rebañada como la nada de estas cuatro
paredes. Con la nada que aprietan mis puños que ya no
tiemblan. Y al abrirlos, se transforman en manos adormecidas
que hormiguean.
En
una de ellas resulta que, en vez de nada, hay algo.
Parece un frasco. Huele a farmacia. Y no contiene nada.
Y
probablemente, eso tenga que ver con la nada de ahora, en
esta casa. Y con el todo de antes. Con los gritos y el
olor a sangre.
Y
con esta deslumbrante luz.
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